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1. EL DESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA
… que también podría llamarse “Los primeros ladrones”.
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EL DESCUBRIMIENTO DE AMERICA
…que también podría llamarse «Los primeros ladrones»
MARINERO —¡¡Tierra!! ¡Tierra a la vista!
LOCUTOR —En la feliz madrugada del día 12 de octubre de 1492, el joven marinero español Rodrigo de Triana, desde el alto mástil de La Pinta, divisó por vez primera las tierras de América.
¡Amanecer de un nuevo mundo! ¡Fecha memorable en que se unieron en un abrazo de razas las dos mitades del planeta: España y América, América y España! ¡Celebramos el ciento quintenario, perdón, el quinto centenario de aquella epopeya de valientes, forjadores de la historia!
VECINA —¡Qué hombres aquellos! ¡Qué mollejas tenían! Ese Colón, mira que atreverse a venir de allá para acá montado en un barquito!
ABUELO —¡Chsst! ¡Cállese y deje oír, señora!
COLON —Os agradezco, Señor, por haberme librado de las acechanzas del viento y del mar. Vuestra mano poderosa me ha conducido sano y salvo hasta estas lejanas tierras. ¡Gracias os doy, Señor! ¡Todos los libros de historia mencionarán mi nombre y hablarán de este momento!
MARINERO —¡Tierraaa…!!
VECINA —¡Qué momento, señores, qué momento! ¿Qué sentiría don Cristóbal cuando ya iba a poner la pata en tierra?
ABUELO —Yo siempre digo que la historia del mundo se divide en dos: antes de Colón y después de Colón.
LOCUTOR —El almirante Cristóbal Colón cae de rodillas, besa el suelo de América, alza el estandarte español y, clavando la cruz en tierra, exclama:
COLON —¡En nombre de Dios y en nombre de sus Católicas Majestades, la Reina Isabel y el Rey Fernando, tomo posesión de esta tierra que he descubierto y de todas las tierras que en lo sucesivo descubriré!
VECINA —A mi se me ponen los pelos de punta cuando oigo estas cosas!
¡Qué grande fue el descubrimiento de América!
COMPADRE —Y lo más grande, ¿sabe qué fue, señora? Que Colón llegó aquí por carambola.
VECINA —¿Cómo que por carambola?
COMPADRE —Sí, por pura casualidad. El creía que había llegado a Asia, a la India, por el otro lado del mundo, navegando en la dirección del sol. Y todavía se murió creyendo que aquella islita del Caribe, y Venezuela, y Cuba, eran parte del Japón.
ABUELO —¡Pues bendito error porque gracias a eso, nos descubrió!
COMPADRE —Bueno, señor, ya nosotros estábamos descubiertos por nosotros mismos, ¿no le parece?
VECINA —Oiga, ¿y qué es lo que andaba buscando Colón tan lejos? ¿Para qué quería ir hasta el Japón?
COMPADRE —Pimienta, nuez moscada, clavo de olor, jengibre, canela… Aunque parezca mentira, lo que venía buscando Colón era eso. La pimienta y la canela se usaban en aquel tiempo para conservar la carne. Claro, la mayoría de la gente no las necesitaba porque no comía carne. Eran los reyes, los ricos, los que andaban detrás de esos condimentos. Una bolsa de pimienta valía entonces más que la vida de un hombre. Y como había tan poca, estaba carísima.
MERCADER
ITALIANO —¿Carísima? ¡Oh, no!, ¿cómo será posible que la sua majestá, la reina Isabel de España, dica questa cosa?
Pruebe, pruebe… ¡Pimienta negra traída de la India, del más remotísimo oriente!
REINA
ESPAÑOLA —Y cobrada al más altísimo precio. Vosotros, los mercaderes de Venecia, estáis estrangulando a todas las cortes de Europa!
MERCADER —¡Mama mía! ¡Estrangulando! No, majestá, lo que estamos es adornando con collares de perlas los pescuezos de las reinas, y sazonando los almuerzos de los príncipes! Má, olvide agora la pimienta y mire questa pochelana china… ¡belísima! ¿Y questa alfombra de Persia? ¡Delicadísima!
COMPADRE —No era sólo la reina Isabel de España. Todos los reinos de Europa andaban alborotados buscando una nueva ruta hacia la India, hacia el Japón. Allá se conseguían todos esos lujos. Pero el negocio lo controlaban los comerciantes italianos.
Portugal se lanzó por el mar, bordeando África, para llegar a aquellos países. Y España le pagó el viaje a Colón para ver si encontraba un camino más rápido por el otro lado. Ese era el problema: que los reyes y las reinas necesitaban condimentos para sus banquetes. También necesitaban oro y plata para pagar a los comerciantes que les traían los condimentos. Y que les traían, además, joyas, alfombras y sedas para sus palacios.
Cuando Colón llegó a América, pimienta no encontró. Pero encontró indios y…
COLON —¿De dónde viene ese oro que lleváis colgado en las narices y en las orejas, eh? ¿Que de dónde viene, digo? ¿Japón? ¿Esto es Japón? ¿O la China? ¿A dónde he llegado yo? ¿Y con vosotros, qué pasa, sois mudos? No, no me ofrezcáis pajaritos de colores, para qué los quiero. El oro… ¿de dónde lo sacasteis? ¿De dónde?
COMPADRE —Y como buen comerciante, Colón no perdió la oportunidad. Ahí mismito les cambió a los indios sus adornos de oro por pedazos de vidrio, espejitos, chucherías que traían los marineros. Y cuando se supo en España el resultado de la aventura de Colón…
ESPAÑOL —¡Tenía razón el almirante, la tierra es redonda!
OTRO ¡Redonda, pero no como un huevo! ¡Sino como un doblón de oro!
COMPADRE Y el grito de Rodrigo de Triana al llegar a América…
MARINERO ¡¡Tierraaa…!!
COMPADRE … se escuchó de manera muy distinta en España…
MARINERO ¡¡Orooo..!!
COMPADRE En España y en toda Europa. Porque todo el mundo se enloqueció con el descubrimiento del oro de América. En poco tiempo, la noticia corrió de boca en boca y de puerto en puerto…
ESPAÑOL —¿Quién dijo oro? ¿Dónde está?
OTRO —¿Quién viaja conmigo? ¡Necesito 100 hombres audaces! ¡A las Indias, vamos a las Indias! ¡A los valientes ayuda fortuna!
Era una fiebre de oro. Las tierras vírgenes de América encendían la codicia de los capitanes, de los soldados en harapos, de los presos reclutados en las cárceles de Sevilla. Los comerciantes y los banqueros pagaban los viajes y cobraban la mayor parte del botín. El oro iba a remediar todos los males de Europa. Con el nuevo oro se iban a pagar todas las deudas y a comprar todos los lujos.
VECINA —Bueno, pero al lado de los que buscaban oro, iban los misioneros que nos predicaban a Cristo y a la Virgen. Valga una cosa por la otra, digo yo.
ABUELO —Así es, así es, señora. La mejor herencia que nos dejaron aquellos hombres fue la religión verdadera, el catolicismo.
COMPADRE —Sí, la verdad es que la Iglesia Católica y… y bueno, hasta el mismo Papa tuvo mucho que ver en este asunto de América…
PAPA —Yo, Alejandro Sexto, sumo Pontífice de la Iglesia por la gracia de Dios, entrego a la cristianísima corona de España todas las tierras que se descubran hacia el occidente. Y a la no menos cristiana corona de Portugal, todas las tierras que se descubran hacia el oriente.
Y el Papa firmó un documento y cortó el mundo en dos como quien corta un pollo: América para España y África para Portugal. Así lo dispuso el Pontífice Alejandro Sexto en 1493, sólo un año después de llegar Colón a América.
VECINA —Por lo que veo, ese Papa era muy generoso con lo ajeno.
ABUELO —Más respeto con el Papa, señora.
VECINA —Pero, Óigame señor, ¿qué es eso de andar regalando países como el que regala caramelos?
ABUELO —Bueno, señora, eran otros tiempos…
COMPADRE —El caso es que el Papa Alejandro Sexto, que por cierto era español, le regaló a España todas las tierras de América para que las evangelizaran. A cambio del evangelio, los españoles podían quedarse con el oro de los indios… y hasta con los indios.
¿Saben ustedes cómo hacían los españoles antes de entrar en un poblado indígena? Pues hacían un «requerimiento». Llevaban una especie de notario y delante de él debían leer un discurso. En ese discurso se informaba a los indios que todas sus tierras habían sido regaladas por el Papa a los reyes españoles. Y, por lo tanto, los indios debían obedecer, aceptar la orden del Papa y bautizarse. Eso era lo que se les «requería».
VECINA —¿Y si los indios no «querían» eso que les «requerían».?
ESPAÑOL —Si no lo hacéis o tardáis en hacerlo, os certifico que con la ayuda de Dios nosotros entraremos con toda nuestra fuerza contra vosotros y os haremos la guerra por todas partes. Y tomaremos vuestras personas y vuestras mujeres e hijos y los haremos esclavos. Y tomaremos vuestras propiedades y os haremos todos los males y daños que podamos. Y de las muertes y daños que os hagamos, ¡seréis vosotros los culpables y no nosotros!
VECINA —¡Qué barbaridad, Dios mío! O sea que vienen a mi casa, me roban, me violan, me matan, y encima soy yo la culpable!
COMPADRE —Así era al principio. Después, para acabar más pronto, el discurso lo leían en latín, sin traducción…
VECINA —Pero, entonces los indios no entendían nada…
COMPADRE —Por eso mismo. Lo leían en latín, y a media noche… y a media legua de los caseríos.
BARTOLOME —Entraban los españoles en los pueblos y no dejaban niños ni viejos ni mujeres preñadas que no desbarrigaran y hacían pedazos. Hacían apuestas sobre quién de una cuchillada abría un indio por medio o le cortaba la cabeza de un tajo. Tomaban las criaturas por las piernas y daban con ellas en las piedras. Hacían unas horcas largas y de trece en trece, en honor de Jesucristo y los doce apóstoles, los quemaban vivos. Para mantener a los perros amaestrados en matar, traían muchos indios en cadenas y los mordían y los destrozaban, y tenían carnicería pública de carne humana, y les echaban los pedazos a los perros… Yo vi todo esto y muchas maneras de crueldad nunca vistas ni leídas…
ABUELO —¡Basta ya! ¡Usted es un comunista! ¡Y no tolero que usted siga hablando disparates y difamando a aquellos héroes!
COMPADRE —No los difamo yo. Eso que usted acaba de oír lo escribió el obispo Fray Bartolomé de las Casas en 1552. El vio todas estas cosas con sus propios ojos.
ABUELO —Otro comunista sería ése…
COMPADRE —Bueno, el comunismo no se había inventado todavía. Ni la teología de la liberación. Lo que yo hago es contar la historia.
ABUELO —Usted manipula la historia, que es distinto. ¡Calumnias! A mí me consta que muchos indios se bautizaron.
VECINA —Más le valía hacerlo, claro…
COMPADRE —Pues si supiera que tampoco les valía. Porque si se bautizaban ya eran cristianos. Y si eran cristianos, ya eran siervos del rey de España. Y si eran siervos del rey, tenían que entregarle todo el oro como impuestos. Y cuando se acababa el oro, el impuesto lo pagaban trabajando como esclavos para los españoles.
VECINA —Caray, pero entonces… ¡me matan si no hay bautizo, y si hay bautizo me matan!
Y los mataban en los ríos de Haití, de Dominicana, en los lavaderos de oro, con el agua a la cintura, moviendo y removiendo la arena del fondo por si traía el polvillo dorado. Miles y miles de indios del Caribe murieron en aquellos trabajos forzados.
INDIO —Todavía no lo entiendo. Cuando los hombres blancos vinieron por el mar, no les hicimos daño. Llegaron a nuestra tierra y les dimos a comer pan de casabe. Abrimos el bohío para ellos. Luego fue la espada con filo, los colmillos de los perros… y el látigo. Y robar nuestras mujeres. Y al río, a buscar oro, noche y día buscando. Eso sólo querían: oro. ¿Les alcanzarían los cuerpos para tanto adorno? Tanta lágrima fue, tanta tristeza, que le perdimos amor a la vida. Y nos dejamos ahogar en el mismo río. El más abuelo se amarró una piedra al cuello y fue al torrente. Nosotros detrás. Con humo venenoso nos matábamos. Con la amargura de la yuca nos matábamos. Nos ahorcamos con nuestras propias manos. Después quedaron las palmeras solas.
Se mataron, los mataron, los contagiaron de viruela y sífilis. Los indios no tenían defensas ante las enfermedades nuevas, que no se conocían en América. Así se despobló Cuba, Jamaica, Borinquen, Haití… y todas las islas pequeñas del Caribe.
PERIODISTA —A la llegada de los españoles, Haití contaba con una población de 500 mil indígenas. Veinte años más tarde, apenas quedaban 30 mil esclavizados por los españoles. 470 mil habían muerto. 50 años más tarde, ya no había un sólo indio para contar lo ocurrido.
VECINA —¡Cuánto muerto, Virgen santa, cuánto abuso!
ABUELO —Oiga usted, eso hay que demostrarlo. A ver, ¿de dónde está sacando esos datos? ¡Eso es una exageración!
COMPADRE —¿Exageración? Creo que me quedé corto. Algunos historiadores hablan de un millón y hasta de 3 millones de indios que vivían en el Caribe. Bastaron muy pocos años para acabar con todos ellos. Y también para acabar con el poco oro que había en los ríos de las islas. Y ahora, ¿qué? ¿Dónde encontrarían más oro los españoles?
CORTES —¡En tierra firme! ¡En el imperio de los aztecas!
Hernán Cortés se embarcó hacia México y destruyó la gran ciudad de Tenochtitlán. Lo cuentan las voces de los vencidos.
MEXICANA —¡Lo recuerdo, no se me borra! ¡Se aturdían las orejas! ¡Venían con truenos, lluvia de fuego, y en venados altos, de hierro!
En América no se conocían los caballos, ni las armaduras ni la pólvora. Ante el estampido de los cañones y los arcabuces, los indios se espantaban, huían. De nada les servía la flecha ni el escudo de guerra.
MEXICANA —Con los tesoros del templo, hicieron una gran bola de oro. Y dieron fuego a todo lo demás. Como si fueran monos buscaban el oro, tenían hambre furiosa de oro. Como puercos hambrientos lo deseaban…
Pero no se saciaban nunca. Fueron hacia el sur. En el Perú, el emperador inca Atahualpa trató de aplacar a Pizarro llenando un cuarto entero de oro y dos de plata. No bastó para salvar su vida ni la del imperio del sol. El español lo degolló y se lanzó sobre el Cuzco a golpes de hacha. Francisco Pizarro, un analfabeto que había sido criador de cerdos, rompió los adornos de las ceremonias sagradas, las joyas antiguas, los dioses, los brazaletes, las diademas de la fiesta… Todo se convirtió en barras de oro español.
PERUANO —Nada dejaron los recién llegados. Trabajo de años y mano suave, todo rompieron. Nada para alegrar a la madre tierra. Nada donde pueda reflejarse el padre sol.
Fundieron todo el oro y lo embarcaron hacia España. Pero querían más. Buscaban oro en las lagunas, en las selvas, en el fondo de los volcanes. Buscando oro, llegó Núñez de Balboa al Pacífico y Alvarado a Guatemala. Buscando oro, Pedro de Valdivia atravesó el desierto hasta Chile. Y Lope de Aguirre enloqueció tratando de hallar aquella ciudad de El Dorado que nunca aparecía…
ABUELO —La conclusión que saco de lo que aquí se ha dicho —si esos datos son ciertos— es que los de allá eran unos grandísimos ladrones. Y los de acá, unos perfectos idiotas.
VECINA —Ay, no, señor, no hable así de los muertos…
ABUELO —Pero, señora, cómo es posible que imperios tan grandes se dejaran ganar tan sosamente.
COMPADRE —No se olvide de la pólvora, de las enfermedades. Y una enfermedad peor que todas: la desunión. Cuando los españoles llegaron, nuestros pueblos estaban muy divididos. Los tlaxcaltecas odiaban a los aztecas, los caribes le hacían la guerra a los taínos, los de Quito contra los del Cusco… Atahualpa y Huáscar eran hermanos. Pero hermanos enemigos. Los españoles aprovecharon estas divisiones y nos traicionamos unos a otros. Yo creo que el mayor error de nuestros abuelos fue ése: estar desunidos frente a los invasores.
VECINA —¿ Y son esas cosas tan horribles las que celebramos el 12 de octubre, ese que llaman Día de la Raza? ¡Pues vaya una celebración!
ABUELO —Bueno, señora, celebramos e/ descubrimiento de América.
COMPADRE —El desangramiento, querrá decir usted.
VECINA —Y dígalo bien alto. Que si el comienzo fue así, ¡¿cómo será lo que vino detrás?!
Este radioclip pertenece a la serie: 500 Eng-años
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¡500 ENG-AÑOS!
1
EL
DESCUBRIMIENTO
DE
AMERICA
…que
también podría llamarse
«Los
primeros ladrones»
MARINERO —¡¡Tierra!!
¡Tierra a la vista!
LOCUTOR —En la feliz madrugada del día 12 de
octubre de 1492, el joven marinero español Rodrigo de Triana,
desde el alto mástil de La Pinta, divisó por vez
primera las tierras de América.
¡Amanecer de un nuevo mundo! ¡Fecha
memorable en que se unieron en un abrazo de razas las dos mitades del
planeta: España y América, América y España!
¡Celebramos el ciento quintenario, perdón, el quinto
centenario de aquella epopeya de valientes, forjadores de la
historia!
VECINA —¡Qué hombres aquellos! ¡Qué
mollejas tenían! Ese Colón, mira que atreverse a venir
de allá para acá montado en un barquito!
ABUELO —¡Chsst!
¡Cállese y deje oír, señora!
COLON —Os agradezco, Señor, por haberme
librado de las acechanzas del viento y del mar. Vuestra mano poderosa
me ha conducido sano y salvo hasta estas lejanas tierras. ¡Gracias
os doy, Señor! ¡Todos los libros de historia mencionarán
mi nombre y hablarán de este momento!
MARINERO —¡Tierraaa…!!
VECINA —¡Qué momento, señores, qué
momento! ¿Qué sentiría don Cristóbal
cuando ya iba a poner la pata en tierra?
ABUELO —Yo siempre digo que la historia del mundo se
divide en dos: antes de Colón y después de Colón.
LOCUTOR —El almirante Cristóbal Colón
cae de rodillas, besa el suelo de América, alza el estandarte
español y, clavando la cruz en tierra, exclama:
COLON —¡En nombre de Dios y en nombre de sus
Católicas Majestades, la Reina Isabel y el Rey Fernando, tomo
posesión de esta tierra que he descubierto y de todas las
tierras que en lo sucesivo descubriré!
VECINA —A
mi se me ponen los pelos de punta cuando oigo estas cosas!
¡Qué grande fue el descubrimiento de
América!
COMPADRE —Y lo más grande, ¿sabe qué
fue, señora? Que Colón llegó aquí por
carambola.
VECINA —¿Cómo
que por carambola?
COMPADRE —Sí, por pura casualidad. El creía
que había llegado a Asia, a la India, por el otro lado del
mundo, navegando en la dirección del sol. Y todavía se
murió creyendo que aquella islita del Caribe, y Venezuela, y
Cuba, eran parte del Japón.
ABUELO —¡Pues
bendito error porque gracias a eso, nos descubrió!
COMPADRE —Bueno, señor, ya nosotros estábamos
descubiertos por nosotros mismos, ¿no le parece?
VECINA —Oiga, ¿y qué es lo que andaba
buscando Colón tan lejos? ¿Para qué quería
ir hasta el Japón?
COMPADRE —Pimienta, nuez moscada, clavo de olor,
jengibre, canela… Aunque parezca mentira, lo que venía
buscando Colón era eso. La pimienta y la canela se usaban en
aquel tiempo para conservar la carne. Claro, la mayoría de la
gente no las necesitaba porque no comía carne. Eran los reyes,
los ricos, los que andaban detrás de esos condimentos. Una
bolsa de pimienta valía entonces más que la vida de un
hombre. Y como había tan poca, estaba carísima.
MERCADER
ITALIANO —¿Carísima? ¡Oh, no!,
¿cómo será posible que la sua majestá, la
reina Isabel de España, dica questa cosa?
Pruebe, pruebe… ¡Pimienta negra traída de
la India, del más remotísimo oriente!
REINA
ESPAÑOLA —Y
cobrada al más altísimo
precio. Vosotros, los
mercaderes de Venecia, estáis
estrangulando a
todas las cortes de Europa!
MERCADER —¡Mama
mía! ¡Estrangulando!
No, majestá, lo
que estamos es adornando
con collares de
perlas los pescuezos
de las reinas, y
sazonando los almuerzos de los príncipes! Má,
olvide agora la
pimienta y mire questa
pochelana china… ¡belísima!
¿Y questa alfombra de
Persia? ¡Delicadísima!
COMPADRE —No era sólo la reina Isabel de
España. Todos los reinos de Europa andaban alborotados
buscando una nueva ruta hacia la India, hacia el Japón. Allá
se conseguían todos esos lujos. Pero el negocio lo controlaban
los comerciantes italianos.
Portugal
se lanzó por el mar, bordeando África,
para llegar a aquellos países. Y
España le pagó el viaje a Colón para ver si
encontraba un camino más rápido por el otro lado. Ese
era el problema: que los reyes y las reinas necesitaban condimentos
para sus banquetes. También necesitaban oro y plata para pagar
a los comerciantes que les traían los condimentos. Y que les
traían, además, joyas, alfombras y sedas para sus
palacios.
Cuando Colón llegó a América,
pimienta no encontró. Pero encontró indios y…
COLON —¿De dónde viene ese oro que
lleváis colgado en las narices y en las orejas, eh? ¿Que
de dónde viene, digo? ¿Japón? ¿Esto es
Japón? ¿O la China? ¿A dónde he llegado
yo? ¿Y con vosotros, qué pasa, sois mudos? No, no me
ofrezcáis pajaritos de colores, para qué los quiero. El
oro… ¿de dónde lo sacasteis? ¿De dónde?
COMPADRE —Y como buen comerciante, Colón no
perdió la oportunidad. Ahí mismito les cambió a
los indios sus adornos de oro por pedazos de vidrio, espejitos,
chucherías que traían los marineros. Y cuando se supo
en España el resultado de la aventura de Colón…
ESPAÑOL —¡Tenía
razón el almirante, la tierra es redonda!
OTRO ¡Redonda,
pero no como un huevo! ¡Sino como un doblón de oro!
COMPADRE Y
el grito de Rodrigo de Triana al llegar a América…
MARINERO ¡¡Tierraaa…!!
COMPADRE …
se escuchó de manera muy distinta en España…
MARINERO ¡¡Orooo..!!
COMPADRE En España y en toda Europa. Porque todo
el mundo se enloqueció con el descubrimiento del oro de
América. En poco tiempo, la noticia corrió de boca en
boca y de puerto en puerto…
ESPAÑOL —¿Quién
dijo oro? ¿Dónde está?
OTRO —¿Quién viaja conmigo? ¡Necesito
100 hombres audaces! ¡A las Indias, vamos a las Indias! ¡A
los valientes ayuda fortuna!
Era
una fiebre de oro. Las tierras vírgenes de América
encendían la codicia de los capitanes, de los soldados en
harapos, de los presos reclutados en las cárceles de Sevilla.
Los comerciantes y los banqueros pagaban los viajes y cobraban la
mayor parte del botín. El oro iba a remediar todos los males
de Europa. Con el nuevo oro se iban a pagar todas las deudas y a
comprar todos los lujos.
VECINA —Bueno, pero al lado de los
que buscaban oro, iban los misioneros que nos predicaban a Cristo y a
la Virgen. Valga una cosa por la otra, digo yo.
ABUELO —Así es, así
es, señora. La mejor herencia que nos dejaron aquellos hombres
fue la religión verdadera, el
catolicismo.
COMPADRE —Sí,
la verdad es que la Iglesia Católica
y… y bueno, hasta el mismo Papa tuvo mucho que ver en este asunto
de América…
PAPA —Yo, Alejandro Sexto, sumo Pontífice de
la Iglesia por la gracia de Dios, entrego a la cristianísima
corona de España todas las tierras que se descubran hacia el
occidente. Y a la no menos cristiana corona de Portugal, todas las
tierras que se descubran hacia el oriente.
Y
el Papa firmó un documento y cortó el mundo en dos como
quien corta un pollo: América para España y África
para Portugal. Así lo dispuso el
Pontífice Alejandro Sexto en 1493, sólo un año
después de llegar Colón a América.
VECINA —Por
lo que veo, ese Papa era muy generoso con lo ajeno.
ABUELO —Más
respeto con el Papa, señora.
VECINA —Pero, Óigame señor, ¿qué
es eso de andar regalando países como el que regala caramelos?
ABUELO —Bueno,
señora, eran otros tiempos…
COMPADRE —El caso es que el Papa Alejandro Sexto, que
por cierto era español, le regaló a España todas
las tierras de América para que las evangelizaran. A cambio
del evangelio, los españoles podían quedarse con el oro
de los indios… y hasta con los indios.
¿Saben ustedes cómo hacían los
españoles antes de entrar en un poblado indígena? Pues
hacían un «requerimiento». Llevaban una especie de
notario y delante de él debían leer un discurso. En ese
discurso se informaba a los indios que todas sus tierras habían
sido regaladas por el Papa a los reyes españoles. Y, por lo
tanto, los indios debían obedecer, aceptar la orden del Papa y
bautizarse. Eso era lo que se les «requería».
VECINA —¿Y
si los indios no «querían»
eso que les «requerían».?
ESPAÑOL —Si no lo hacéis o tardáis
en hacerlo, os certifico que con la ayuda de Dios nosotros entraremos
con toda nuestra fuerza contra vosotros y os haremos la guerra por
todas partes. Y tomaremos vuestras personas y vuestras mujeres e
hijos y los haremos esclavos. Y tomaremos vuestras propiedades y os
haremos todos los males y daños que podamos. Y de las muertes
y daños que os hagamos, ¡seréis vosotros los
culpables y no nosotros!
VECINA —¡Qué barbaridad, Dios mío!
O sea que vienen a mi casa, me roban, me violan, me matan, y encima
soy yo la culpable!
COMPADRE —Así era al principio. Después,
para acabar más pronto, el discurso lo leían en latín,
sin traducción…
VECINA —Pero,
entonces los indios no entendían nada…
COMPADRE —Por eso mismo. Lo leían en latín,
y a media noche… y a media legua de los caseríos.
BARTOLOME —Entraban los españoles en los
pueblos y no dejaban niños ni viejos ni mujeres preñadas
que no desbarrigaran y hacían pedazos. Hacían apuestas
sobre quién de una cuchillada abría un indio por medio
o le cortaba la cabeza de un tajo. Tomaban las criaturas por las
piernas y daban con ellas en las piedras. Hacían unas horcas
largas y de trece en trece, en honor de Jesucristo y los doce
apóstoles, los quemaban vivos. Para mantener a los perros
amaestrados en matar, traían muchos indios en cadenas y los
mordían y los destrozaban, y tenían carnicería
pública de carne humana, y les echaban los pedazos a los
perros… Yo vi todo esto y muchas maneras de crueldad nunca vistas
ni leídas…
ABUELO —¡Basta ya! ¡Usted es un
comunista! ¡Y no tolero que usted siga hablando disparates y
difamando a aquellos héroes!
COMPADRE —No los difamo yo. Eso que usted acaba de oír
lo escribió el obispo Fray Bartolomé de las Casas en
1552. El vio todas estas cosas con sus propios ojos.
ABUELO —Otro
comunista sería ése…
COMPADRE —Bueno, el comunismo no se había
inventado todavía. Ni la teología de la liberación.
Lo que yo hago es contar la historia.
ABUELO —Usted manipula la historia, que es distinto.
¡Calumnias! A mí me consta que muchos indios se
bautizaron.
VECINA —Más
le valía hacerlo, claro…
COMPADRE —Pues si supiera que tampoco les valía.
Porque si se bautizaban ya eran cristianos. Y si eran cristianos, ya
eran siervos del rey de España. Y si eran siervos del rey,
tenían que entregarle todo el oro como impuestos. Y cuando se
acababa el oro, el impuesto lo pagaban trabajando como esclavos para
los españoles.
VECINA —Caray, pero entonces… ¡me matan si no
hay bautizo, y si hay bautizo me matan!
Y
los mataban en los ríos de Haití, de Dominicana, en los
lavaderos de oro, con el agua a la cintura, moviendo y removiendo la
arena del fondo por si traía el polvillo dorado. Miles y miles
de indios del Caribe murieron en aquellos trabajos forzados.
INDIO —Todavía no lo entiendo. Cuando los
hombres blancos vinieron por el mar, no les hicimos daño.
Llegaron a nuestra tierra y les dimos a comer pan de casabe. Abrimos
el bohío para ellos. Luego fue la espada con filo, los
colmillos de los perros… y el látigo. Y robar nuestras
mujeres. Y al río, a buscar oro, noche y día buscando.
Eso sólo querían: oro. ¿Les alcanzarían
los cuerpos para tanto adorno? Tanta lágrima fue, tanta
tristeza, que le perdimos amor a la vida. Y nos dejamos ahogar en el
mismo río. El más abuelo se amarró una piedra al
cuello y fue al torrente. Nosotros detrás. Con humo venenoso
nos matábamos. Con la amargura de la yuca nos matábamos.
Nos ahorcamos con nuestras propias manos. Después quedaron las
palmeras solas.
Se
mataron, los mataron, los contagiaron de viruela y sífilis.
Los indios no tenían defensas ante las enfermedades nuevas,
que no se conocían en América. Así se despobló
Cuba, Jamaica, Borinquen, Haití… y todas las islas pequeñas
del Caribe.
PERIODISTA —A la llegada de los españoles,
Haití contaba con una población de 500 mil indígenas.
Veinte años más tarde, apenas quedaban 30 mil
esclavizados por los españoles. 470 mil habían muerto.
50 años más tarde, ya no había un sólo
indio para contar lo ocurrido.
VECINA —¡Cuánto
muerto, Virgen santa, cuánto abuso!
ABUELO —Oiga
usted, eso hay que demostrarlo. A
ver, ¿de dónde está
sacando esos datos? ¡Eso es
una exageración!
COMPADRE —¿Exageración?
Creo que me quedé corto. Algunos
historiadores hablan de un millón y hasta de 3 millones de
indios que vivían en el Caribe.
Bastaron muy
pocos años para acabar con todos
ellos. Y también
para acabar con el poco oro que había
en los ríos de las islas. Y ahora,
¿qué? ¿Dónde encontrarían más
oro los españoles?
CORTES —¡En
tierra firme! ¡En el imperio de los aztecas!
Hernán
Cortés se embarcó hacia México y destruyó
la gran ciudad de Tenochtitlán. Lo cuentan las voces de los
vencidos.
MEXICANA —¡Lo recuerdo, no se me borra! ¡Se
aturdían las orejas! ¡Venían con truenos, lluvia
de fuego, y en venados altos, de hierro!
En
América no se conocían los caballos, ni las armaduras
ni la pólvora. Ante el estampido de los cañones y los
arcabuces, los indios se espantaban, huían. De nada les servía
la flecha ni el escudo de guerra.
MEXICANA —Con los tesoros del templo, hicieron una
gran bola de oro. Y dieron fuego a todo lo demás. Como si
fueran monos buscaban el oro, tenían hambre furiosa de oro.
Como puercos hambrientos lo deseaban…
Pero
no se saciaban nunca. Fueron hacia el sur. En el Perú, el
emperador inca Atahualpa trató de aplacar a Pizarro
llenando un cuarto entero de oro y dos de
plata. No bastó para salvar su vida ni la del imperio del sol.
El español lo degolló y se lanzó sobre el Cuzco
a golpes de hacha. Francisco Pizarro, un
analfabeto que había sido criador de cerdos, rompió los
adornos de las ceremonias sagradas, las joyas antiguas, los dioses,
los brazaletes, las diademas de la fiesta… Todo se convirtió
en barras de oro español.
PERUANO —Nada dejaron los recién llegados.
Trabajo de años y mano suave, todo rompieron. Nada para
alegrar a la madre tierra. Nada donde pueda reflejarse el padre sol.
Fundieron
todo el oro y lo embarcaron hacia España. Pero querían
más. Buscaban oro en las lagunas, en las selvas, en el fondo
de los volcanes. Buscando oro, llegó Núñez de
Balboa al Pacífico y Alvarado a
Guatemala. Buscando oro, Pedro de Valdivia
atravesó el desierto hasta Chile. Y
Lope de Aguirre
enloqueció tratando de hallar aquella ciudad de El Dorado que
nunca aparecía…
ABUELO —La conclusión que saco de lo que aquí
se ha dicho —si esos datos son ciertos— es que los de allá
eran unos grandísimos ladrones. Y los de acá, unos
perfectos idiotas.
VECINA —Ay,
no, señor, no hable así de los muertos…
ABUELO —Pero, señora, cómo es posible
que imperios tan grandes se dejaran ganar tan sosamente.
COMPADRE —No se olvide de la
pólvora, de las enfermedades. Y una enfermedad peor que todas:
la desunión. Cuando los españoles llegaron, nuestros
pueblos estaban muy divididos. Los tlaxcaltecas odiaban a los
aztecas, los caribes le hacían la
guerra a los
taínos, los de Quito contra los del Cusco…
Atahualpa y Huáscar
eran hermanos. Pero hermanos
enemigos. Los españoles aprovecharon
estas divisiones y nos traicionamos unos
a otros. Yo creo que
el mayor error de nuestros
abuelos fue ése: estar desunidos
frente a los invasores.
VECINA —¿ Y son esas cosas
tan horribles las que celebramos
el 12 de octubre, ese que llaman Día de la Raza? ¡Pues
vaya una celebración!
ABUELO —Bueno,
señora, celebramos e/ descubrimiento de América.
COMPADRE —El
desangramiento, querrá decir usted.
VECINA —Y dígalo bien alto. Que si el comienzo
fue así, ¡¿cómo será lo que vino
detrás?!